Hablar de meditación es hablar de lo más íntimo, de nuestra propia casa, de nuestra naturaleza. Meditación no es la técnica que nos lleva a un lugar concreto sino el lugar en sí, lo profundo, lo callado.

Oímos hablar de practicar meditación y muchas veces esto nos lleva a aprender técnicas con el deseo de alcanzar los estados que imaginamos fruto de la práctica. Creemos que el hecho de adoptar una técnica nos llevará allí, pero en realidad ni los frutos que imaginamos como objetivo tienen que ver con la verdadera libertad, ni ningún camino adoptado podrá llevarnos allí.

Cualquier idea de libertad es un espejismo terriblemente limitado al lado de la verdadera libertad. Y cualquier camino que no salga del propio corazón, se convierte en una ruta de sequía en dónde sólo la disciplina y la fuerza de voluntad nos hacen permanecer en él.

En Sánscrito existe la palabra yukthi, que es algo así como la técnica que nace de uno mismo, o la práctica con sabor propio, genuino. Atrevernos a encontrar nuestra propia manera de reencontrarnos y despertar a lo que realmente somos, es decir, atrevernos a encontrar nuestra propia técnica, puede llevar tiempo, pero es esencial para no quedarnos encallados en el mundo de las ideas o no encontrarnos empujando en la dirección errónea.

A menudo uno tiene que probar diferentes caminos recorridos por otros y experimentar con lo que algunos dicen que funciona, pero tarde o temprano se nos pide involucrarnos en la creación misma del camino, es decir en encontrar nuestra propia práctica con nuestro propio sabor.

Para saber si vamos en buena dirección podemos también guiarnos por nuestra vivencia y observar si somos llevados a un lugar dónde hay placer, vibración, flujo, compañía, encuentro, intimidad…más que trabajo y esfuerzo.

Se trata de encontrar una actitud, un movimiento, una posición, que de forma natural nos atraiga y nos abra, y que al pasar tiempo en contacto con esta, nos traslade a lo más íntimo; aquel lugar en el que uno desaparece en el todo, dónde hay transformación.

Practicando la técnica que nosotros mismos hemos redescubierto y transformado con el sabor de nuestro propio corazón y nuestra llamada única, observamos que la misma técnica tiene vida, y que nosotros estamos vivos con esta. Entonces empezamos a fluir, y a practicar con una intensidad y una dedicación profunda que no tienen su raíz en el deber ni la fuerza de voluntad, sino en escuchar y dar alas a la llamada interna que siempre estuvo allí, latente, preparada para hacernos florecer y desplegar así todo nuestro potencial.

Empezamos, quizás por primera vez, a saborear, andar y amar el camino en vez de correr hacia la meta.

¿Y qué es la meta sino un lugar imaginado, esculpido y creado desde una mente limitada y separada?

Hace falta un gran coraje para desmontar la imagen de la meta a cada instante, renunciando a perseguir lo limitado para dar espacio a lo ilimitado, a lo real, a lo que nuestra mente no alcanza a imaginar ni a darle forma.

La meditación no es una mera práctica dónde empujar y construir, como hacemos en la vida, para conseguir lo que creemos querer; sino un espacio abierto dónde estamos constantemente invitados y desde dónde todo es posible.

Y permanecer allí, en este espacio abierto, en lo desconocido, sin establecer conclusiones, es el arte del buscador sincero y a la vez un estado casi imposible para el ser humano, por la incomodidad que nos trae; una incomodidad que nos empuja a hacer lo posible y lo imposible para salir de ella y entrar en el mundo conocido, cuadriculado, describible y explicable.

Sólo una gran duda lleva a un gran despertar, dice la tradición Zen. Y es que hace falta sospechar y mantener la sospecha de lo grueso, de lo establecido, de lo que hemos aprendido para sobrevivir. Dejando así que la misma sospecha sea la ruta hacia lo sutil; o en otras palabras, dejando que la realidad limitada en la que vivimos nos toque y nos duela tanto, que todo nuestro ser ponga su mirada en otra dimensión, en otra fuerza.

Y tanto en la bonanza como en la tempestad, mantener el corazón apuntando hacia el horizonte, una realidad de libertad y de amor innombrable y a la vez tan natural, tan intrínseca en el ser humano, que cuando la tocamos la llamamos nuestra propia casa, lo que verdaderamente somos, lo que es.

Caer cuando estamos maduros, sin resistencias, y enamorarnos de esta contemplación de lo que es, convirtiéndonos en eso mismo, es meditación. Y atrevernos a descansar allí es la llave de la transformación y la sabiduría.

En este espacio abierto en el que no sabemos nada, todo nos es susurrado y de alguna forma comprendemos lo incomprensible, a pesar de y más allá de la mente.

De repente queremos vivir allí, anhelamos adentrarnos en el misterio sin contar las horas ni estar ansiosos por conquistar los imaginados frutos.

Conocemos la fuente y la naturaleza de todo lo que es, fue y está por venir, aún sin vivir en la constante conciencia de ello.

Podemos entonces, simplemente permanecer con el corazón conectado al anhelo de lo divino que nos corresponde, y dejar que otras fuerzas más sutiles y poderosas que nuestra propia fuerza nos lleven a este lugar de libertad más allá de la imaginación.

 

Por Gemma Polo

Artículo escrito para el magazine de «yoga terapéutico«